jueves, 29 de agosto de 2019

De Wamel a Gorinchen


El día se despierta amable, amanece con buenas intenciones y con ganas de agradar. La temperatura invita al optimismo, el paisaje y los cuerpos descansados ponen el resto para un arranque de etapa esperanzado. Las piernas se mueven con facilidad. Atravesamos el canal en el ferry para continuar por el lado izquierdo del río hacia el oeste siguiendo el ritmo serpenteante del agua. El camino discurre por la parte alta de los pólders, esos paramentos construidos para ganar terreno al avance del mar. El pedaleo es cómodo.








Hacemos una primera parada en Dreumel cuando todavía llevamos pocos kilómetros, porque nos llama la atención una escultura en bronce en la que se aprecia un plano en relieve de la ciudad con el acueducto que la abastecía.

 

Reiniciamos la marcha. Aprovechamos en Heerewaarden la aparición en un punto de nuestro recorrido de otro monumento en bronce (en este caso un memorial en recuerdo de los soldados aliados caídos en combate durante la Segunda Guerra Mundial), para tomarnos un pequeño descanso y reponer fuerzas (alguno también aprovecha para tontear).


Poco después, a la altura de Zaltbommel, vislumbramos a lo lejos un impresionante puente colgante por medio del cual una autopista cruza el río. En principio y desde la distancia da un poco de miedo pensar en meterse en ese infierno de coches a toda velocidad. Por suerte, en Holanda, incluso en estos casos de grandes infraestructuras para el tráfico rodado, se tiene en cuenta a los ciclistas y el puente dispone de una carretera para los ciclistas segregada del tráfico motorizado.



Caminamos por una Holanda amable, relajada, verde, con atractivos parajes naturales y una fauna variada y llamativa, que nos invita constantemente a detenernos para disfrutar, observar y fotografiar. En este sentido la bicicleta es un modo de transporte ideal. Viajar así te permite entrar en contacto directo con la naturaleza y alejarte de los ruidos propios de la ciudad, del bullicio, de las prisas, del tráfico rodado. Los oídos se relajan y dan paso a una forma de percibir absolutamente placentera. El silencio, que extrañamos porque no estamos acostumbrados a su presencia, nos acompaña amigable, nos ayuda a serenarnos, a sentirnos mejor y gracias a ello disfrutamos de manera más intensa del entorno y del paisaje.  




Después de unos kilómetros el horizonte recorta desde la lejanía la silueta de un precioso molino. Impresiona. No es de extrañar que nuestro querido Sancho confundiese en mitad de la noche los molinos manchegos con enemigos gigantes. Son auténticos gigantes. Y hay muchos por aquí. Los molinos no suponen solamente una nota de color para una fotografía obligada en cualquier viaje a Holanda, sino que forman parte importante de la historia del país. Holanda es producto de una lucha constante contra el agua, una batalla eterna para lograr que la tierra avanzase, que fuese ganando terreno. Los molinos fueron parte de esa fuerza de choque contra el líquido invasor, un activo fundamental de ese ejército luchador e infatigable que, drenando en silencio, fue capturando espacios al mar, a las lagunas y a los pantanos para conseguir mantener la tierra a flote. Gracias a ellos Holanda está viva. Sin su esfuerzo alrededor del 40% del territorio holandés actual estaría bajo las aguas del delta del Rin o del Mar del Norte. Los holandeses diferencian claramente entre unos molinos y otros, aquí también hay categorías, no son lo mismo los que forman parte de la tropa que los oficiales, no son iguales los Poldermolen, los grandes molinos para el drenaje, que los Stellingmolen, con el mismo objetivo pero de dimensiones reducidas. 

Gorinchen, nuestro destino de hoy, es una ciudad de tamaño medio, a la que llegamos poco después de seguir pedaleando por estos parajes. El hotel en el que nos alojamos está un poco alejado del centro urbano pero decidimos dejar las bicis y hacer un recorrido a pie para conocer la ciudad. Al final, después de callejear, recalamos en la plaza principal para tomar algo a modo de cena. Elegimos una terraza al azar. Y acertamos. El ambiente es agradable, la gente muy tranquila, la temperatura resulta ideal, la velada distendida, la cena estupenda. Desgraciadamente el Museo Artoteek, que tiene buena pinta y está enfrente, permanece cerrado a estas horas. Las cervezas y el camino de vuelta a buen paso hacen que por momentos tengamos la sensación de que nuestro hotel (Van der Valk), que no estaba muy distante del centro a la ida, se ha alejado mientras estábamos fuera. Al final todo contribuye para que durmamos como bebés.



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