

Desde siempre ha habido gente que ha utilizado la bicicleta para hacer deporte o para pasear. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, razones de diversa índole y la necesidad de cuidar el planeta —fundamentalmente—, han propiciado el desarrollo notable de su utilización para otros menesteres. Ya somos muchos los que la usamos habitualmente como vehículo: para asistir al trabajo, para hacer la compra, para movernos de un lado a otro o para ir de vacaciones.

Nada más apearse en la Estación Central se puede dar uno cuenta de ello: la calle es un flujo continuo de ciclistas de todas las edades y clases sociales. Prácticamente desde que comienza a amanecer circulan en bicicleta mujeres elegantes camino de la oficina, jóvenes que van al instituto o la universidad, trajeados hombres de negocios, gente que lleva la compra en la cesta, padres que transportan a sus hijos pequeños a la guardería, repartidores de comida a domicilio y otros que pasean al perro. Se puede decir sin temor a equivocarse que Ámsterdam es la ciudad más cómoda del mundo para los ciclistas.
No cabe duda de que el uso habitual de la bicicleta supone importantes beneficios para el conjunto de la sociedad: no aumenta la contaminación ni se contribuye al cambio climático, ahorramos petróleo, disminuyen los gastos en asistencia sanitaria, se reduce el número de muertes por accidente, etc., aunque también entraña algunos inconvenientes. En Ámsterdam ya es un problema serio la falta de espacio para aparcar bicicletas: hay bicis en todas partes y desde hace tiempo en los lugares más frecuentados no queda sitio material para candar tanta bici. El Ayuntamiento de la ciudad trabaja muy seriamente en este tema con el fin de poder alojar más bicicletas y evitar tener que estar retirando constantemente las bicicletas mal aparcadas. El futuro se busca en los aparcamientos subterráneos. En superficie ya los hay de todo tipo, en las aceras, a varios niveles, cubiertos, privados, flotantes o de cuatro pisos sobre el agua. Lo importante es que sean prácticos, que estén cerca de los nudos de transporte y que no haya que emplear mucho tiempo en aparcar y recoger la bicicleta.

Nada que ver con España, donde casi no hay ni aparcamientos ni sitio para dejar las bicicletas, por lo que muy a menudo las vemos en los balcones, atadas a una farola o a una señal de tráfico, o bien alojadas en trasteros o en el interior de las casas.
Esta relación envidiable de Amsterdam con las bicicletas tiene también su lado oscuro. Tanta bicicleta al alcance de la mano, tan accesible, despierta las ansias delictivas de los amigos de lo ajeno. Son muchas las que se roban cada año delante de las viviendas de sus propietarios. No se puede conocer con precisión el número porque gran parte de los robos no se denuncian, dada la práctica imposibilidad por parte de la policía para investigarlos. Se calcula que puede oscilar entre 50.000 y 80.000. Muchas de ellas no vuelven a aparecer nunca y otras muchas se van encontrando en el fondo de los canales (unas 15.000). El Ayuntamiento de la ciudad tiene que limpiar periódicamente el fondo de los canales porque las bicis llegan incluso a impedir en algunos casos la navegabilidad.
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